Por Andrés Felipe Solano
Escritor colombiano
Poco a poco se han empezado a anunciar los visitantes. La pandemia, por obvias razones, los mantuvo alejados de mi casa por casi tres años. El primero en llegar ha sido un director colombiano que vino a presentar su última película en el Festival Internacional de Cine de Jeonju. Cuando me contó que venía a Corea y que tenía pensado pasar unos días en Seúl, de inmediato pensé que lo usaría como excusa para pasarme por un par de restaurantes a los que había dejado de ir por motivos que aún no me explico del todo.
Por otro lado, sabía que el director estaba familiarizado con la comida coreana, tanto así que en su nevera en Buenos Aires no falta el kimchi. Ya tengo mi propio dealer coreano, me había dicho. Así que no era suficiente con llevarlo a un par de buenos restaurantes coreanos de barbacoa, conocidos como gogi jip, a comer carne al carbón y ya. En todo caso no quise confirmar por internet si los lugares de mi lista seguían abiertos, simplemente me arriesgué.
Fue así como resultamos caminando por un callejón cerca de la estación Jogno 3-ga, un lugar que descubrí cuando iba al cine a Seoul Art Cinema muy cerca. De por sí el callejón ya era una buena experiencia para el director. La Seúl de los años setenta todavía se podía sentir palpitando ahí, entre cigarrillos y pandillas de montañistas. Avanzamos, pasamos por varios restaurantes y me asusté porque el final del callejón ya se intuía, pero entonces vi al pirata, con su cabeza rasurada como la de un monje budista y sus grandes aretes de oro en cada oreja. Ese fue el apodo que le pusimos con mi esposa cuando descubrimos su restaurante de suyuk, llamado Jeonju jip. Al ver las fotos de la comida, el director se exaltó. No podía creerlo, había estado preguntando justo por ese plato en Jeonju y nadie había entendido exactamente qué quería. Lo había probado años atrás en Nueva York. Bueno, sabe qué es, pero no lo ha comido donde el pirata, me dije lleno de confianza. Y el milagro sucedió, la versión de este cerdo cocinado por horas, acompañado de ostras y kimchi de rábano lo mató. Ya tenía ganada su confianza, me seguiría y probaría cualquier cosa que le pusiera en frente.
La siguiente parada fue al otro día. Aproveché que teníamos un poco de resaca para llevarlo a comer una de mis sopas coreanas preferidas a Bongchai Guksu, un restaurante que queda cerca de los estudios de KBS, a los que fui durante un tiempo a grabar las noticias en español. Por eso sabía que debíamos llegar más o menos a las dos de la tarde para evitar las colas de oficinistas. Varios restaurantes de la zona habían cambiado, pero el que buscábamos estaba ahí, en pie, igualito. El director de cine me dijo que aguantaba muy bien el picante. Pedí dos tazones humeantes de yukgaejang. Segundo triunfo. Con cada cucharada de esta sopa roja de carne estofada con verduras -que se suele servir en los funerales, le conté- sudamos felices el soju de la noche anterior.
El autor de la columna periodística, Andrés Felipe Solano, se licenció en literatura en la Universidad de Los Andes en Colombia. Actualmente, imparte clases en el Instituto de Traducción Literaria de Corea (LTI, por sus siglas en inglés). En 2016 recibió el “Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana” por su libro “Corea, apuntes de la cuerda floja”, que fue publicado en 2015, y posteriormente fue traducido en coreano, bajo el título “Vivo en Corea”, en 2018.