Opinión

19.08.2025

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Por Kang Bang-Hwa
Profesora en el Instituto de Traducción Literaria de Corea



En la primera semana de agosto viajé a Osaka, Japón, por motivos de trabajo. Fui jurado en un concurso de literatura coreana organizado por el Centro Cultural Coreano, que comenzó el año pasado. La literatura coreana ha ganado notoriedad en Japón recientemente, hasta el punto de que muchos medios la llaman “K-literature”, tras el auge del K-pop. Cada vez más japoneses empiezan a aprender coreano a través de canciones, música, cine y dramas coreanos. Quienes se interesan por un idioma suelen querer conocer también la cultura que lo acompaña, y esa pasión se extiende a la traducción. Desde el éxito de la primera edición, muchas personas se han animado a participar en el certamen, y creo que los ganadores han visto recompensado su esfuerzo y dedicación.

Como jurado, comenté en general a los concursantes: “Aunque vivamos en distintos países y mundos, encontramos consuelo en la literatura al descubrir rasgos humanos comunes. Pero quizá la traducción no consista en hallar similitudes, sino en reconocer diferencias que nos permitan comprendernos”.

El coreano y el japonés se consideran lenguas con mucho en común: ambas usan caracteres chinos, tienen un orden de palabras parecido y emplean honoríficos. Pero, ¿significa eso que comparten afinidad en todo? Por supuesto que no. Si se observa de cerca, se ven claras diferencias en los gestos, el trato según la relación y la situación, así como en las formas y grados de expresión emocional. Por ejemplo, a menudo los japoneses que siguen la cultura coreana se preguntan por qué los coreanos dicen sentirse “frescos” tras un baño caliente, qué sienten al llamar a alguien por su nombre completo, o por qué un esposo se refiere a su cónyuge como “wife” en inglés. En mi experiencia, los coreanos suelen molestarse si alguien pasa repentinamente al habla informal después de usar el registro cortés, mientras que los japoneses tienden a volverse fríos adoptando de pronto un lenguaje honorífico aunque hubieran hablado de forma informal.

En 2025 se cumplirán 60 años de la normalización de las relaciones diplomáticas entre Corea y Japón, y ambos países organizan actividades conmemorativas a lo largo del año. Esto me llevó a reflexionar, de manera muy personal, sobre los cambios alcanzados hasta ahora, especialmente tras haber sido invitada a una conferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores de Corea.

Crecí en un entorno lleno de libros. Mi padre era un gran lector y hasta en la habitación infantil había no solo cuentos, sino también literatura japonesa y mundial traducida al japonés. Así, naturalmente, comenzamos a leer obras traducidas y nos encontramos con nombres, culturas y escenas desconocidas. Uno de esos libros fue "El diario de Yunbogi" (ユンボギの日記, en japonés), que tomé un día de la estantería pensando que era literatura infantil. Al abrirlo sin pensar demasiado, me embargó una extraña sensación que nunca había experimentado con ninguna traducción previa. Me hizo querer negarlo de inmediato, con el pensamiento: “¿Eso somos nosotros? No, de ninguna manera”.

El protagonista sobrevive con valentía a las cicatrices de la guerra, la extrema pobreza y la separación familiar. En ese entonces yo cursaba primaria, sabía que era coreana pero no hablaba ni una palabra de coreano. Para mí, Corea era un país lejano que visitaba una vez al año con mi familia para ver a mis familirares. Me preguntaba si el “nosotros” de mi mente se refería a “nosotros” como seres humanos, o a “nosotros” como tercera generación de jaeilgyopo, coreanos residentes en Japón.

Tal vez desde ese momento intenté distanciarme de Corea. El contenido era demasiado doloroso para una niña, y apartándome del libro, y de Corea, pensaba que podía quedarme en un mundo cómodo. Pero, como sucede con el paso del tiempo, entendí que nadie puede vivir en una burbuja para siempre. Tras graduarme en la universidad me mudé a Corea para estudiar. Al principio pensé que me bastaría con aprender el idioma, pero pronto empecé a desear leer novelas coreanas, lo que despertó más curiosidad por la vida de los coreanos. Aunque usábamos el mismo vocabulario, los mundos en los que crecimos eran tan distintos que quería comprobar si realmente empleaba las mismas palabras con los mismos matices emocionales.

Mi identidad, como tercera generación de jaeilgyopo, no es del todo coreana ni del todo japonesa. Son tres dimensiones parecidas, pero también diferentes. Creía que mi vida sería similar, y me sorprendió ver cuán distinta era. Quizá fueron esas diferencias las que me impulsaron a seguir este camino, movida por la curiosidad. Para mí, la traducción literaria ha sido un proceso de comprender al otro mientras saciaba, poco a poco, mi propia curiosidad.

Mientras me dedicaba a mi trabajo, el mundo a mi alrededor también cambió. Es como ver, de pronto, una puesta de sol desde la ventana de la oficina. Hoy en Corea se escuchan canciones japonesas en televisión, y en Japón se enseñan técnicas de maquillaje coreanas en las aulas. Veo cada día a personas que, al sentir curiosidad, se atreven a hacer preguntas y buscan comprender en vez de temer a la diferencia, levantar muros o alejarse. Eso me da una gran satisfacción personal.

Creo que un traductor es alguien que sueña junto con el escritor, mientras viaja entre la realidad y el mundo de la obra. Cuando sentimos curiosidad por lo nuevo y lo desconocido, y aprendemos a aceptarlo y abrazarlo, es cuando realmente podemos comprendernos y soñar con un futuro en común.


La profesora Kang Bang-Hwa enseña japonés desde 2016 en el Instituto de Traducción Literaria de Corea.