Extranjero






Los viajes en el tiempo son, desde siempre, materia de la literatura y el cine fantásticos. La idea de que gracias a una máquina de construcción casera se pueda retroceder hacia el pasado o saltar al futuro siempre me pareció fascinante y la idea de experimentar esos trayectos, tan imposible como atractiva. Conocer a nuestros ancestros en su juventud, encontrarse con algún admirado escritor fallecido hace tanto para verlo mirar el mundo sobre el que leeremos más adelante, transitar las ciudades antes de que se transformaran en los mastodontes intimidantes de hoy. Por alguna razón -que me convendría analizar más allá de esta columna-, mis ensoñaciones sobre el viaje en el tiempo nunca me llevan hacia el futuro. Si es por exceso de precaución o justificada aprehensión no viene al caso porque resulta que sin haberlo anticipado hace unas semanas mi máquina del tiempo me llevó allí, en vuelo no tan directo al futuro. Y al pasado también.

El avión que despegó de Buenos Aires y, escala de por medio, algo más de treinta horas después, aterrizó en Seúl funcionó como el sillón decimonónico de H.G. Wells para todo el pasaje, que en la ruta hacia el extremo oriente desde el Cono Sur perdió doce horas y se ganó un vistazo hacia el porvenir.

Los efectos posteriores de un viaje tan largo son incómodos y variados, pero la sensación de irrealidad tal vez sea la más persistente de todas. Porque la capital de Corea del Sur que está en el futuro, y no sólo por cuestiones de diferencias horarias, también mantiene un pie en su propio pasado. Algo que la vista desde mi ventana me confirma de inmediato. De un lado, el distrito financiero con sus rascacielos, sus pantallas en imposiblemente nítido HD que promocionan el producto cosmético más reciente o el nuevo café en lata que todos acá parecen consumir sin tregua. Del otro, enmarcado por las montañas que forman parte del paisaje urbano, aparece uno de sus cinco palacios, Gyeongbokgung, construido en 1394 por el rey Taejo, el fundador de la dinastía Joseon que permaneció en el trono durante cinco siglos. En Seúl con sólo girar la cabeza alcanza para abandonar el presente y experimentar el futuro junto al pasado.

Como buena viajera en el tiempo, más allá de observar el fenómeno desde lejos, a pesar del frío -unos tres grados bajo cero que subrayan el contraste con la Buenos Aires sumida en una ola de calor inclemente-, y del jet lag que espera agazapado para atacar cuando menos se lo espera, camino hacia el palacio. Es de mañana y todo el mundo va a lo suyo a paso ligero, en este futuro la gente parece estar siempre llegando tarde a algún lado, apurados por alguna razón que todos conocen menos vos. El barbijo de uso sugerido, pero ya no obligatorio, es utilizado por la mayoría más como protección contra el viento helado que surca la ciudad que contra aquel virus que sigue ahí, pero arrinconado por los estrictos controles y el acceso a las vacunas.

El boulevard de perspectivas abiertas que culmina en el palacio obliga a mirar primero a la estatua del almirante Yi Sun-si, héroe militar que defendió con éxito a su país durante las invasiones japonesas en el siglo 16 y luego hacia la de Sejong, el grande, uno de los monarcas más admirados por el pueblo, creador del alfabeto coreano y catalizador de avances en ciencia y tecnología en el reino. De un lado y del otro de la explanada, una sucursal de Starbucks igual a todas rompe el hechizo que pronto recupera la señal del pasado cuando entre los autos y colectivos aparece una zona arqueológica debidamente señalada, descubierta tres metros bajo el suelo en 2021, durante un trabajo de construcción en la zona. Y así, a pasos de la cafetería de la sirena, marca de un presente globalizado y uniforme, un paredón, un sistema de drenaje y un aljibe del siglo 14 se benefician en esta mañana gris de la iluminación que provee una pantalla publicitaria ubicada justo enfrente. Desde allí un tigre, símbolo de fuerza y poder para los coreanos, ruge en futurístico 3D.


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