En 1956, doce militares norcoreanos fueron los primeros en llegar a la Argentina, escapando de la trágica situación de posguerra. La economía se había derrumbado y muchas familias perdieron sus hogares; otras tuvieron peor suerte y quedaron separadas por la frontera que, desde entonces y hasta el día de hoy, divide la República de Corea y la República Popular Democrática de Corea del Norte.
En los años 60, empezaron a llegar masivamente: miles de coreanos desembarcaron en Buenos Aires y la mayoría se radicó en la avenida Carabobo, Flores, entre las avenidas Eva Perón y Castañares.
Intrigados por la llegada de sus nuevos vecinos, los porteños de Flores rebautizaron coloquialmente a su barrio como “el barrio coreano”. Mientras tanto, los inmigrantes ya habían elegido un nombre propio: “paek-ku”, que en su idioma significa “109″, porque veían pasar al colectivo de esa línea por allí.
Pocos, por no decir ninguno, sabían hablar español. Muchos habían pasado la barrera de los 50 años sin haber salido de su país y solo podían comunicarse en un idioma: coreano. Así fue como fueron creando una comunidad homogénea, una sociedad. Abrieron sus propias farmacias, sus propios consultorios odontológicos, sus propios almacenes, carnicerías y verdulerías. Tres generaciones después, son muchos los porteños que se acercan a estos mismos locales para conseguir especias, kimchi, bebidas alcohólicas hechas a base de arroz o lonjas de panceta para cocinar a la plancha.
“El primer desafío fue sentirse en Corea”
Sandra Lee (53) nació en Corea en 1970, pero vive en Buenos Aires desde los 12 años. Su primer familiar en llegar a la Argentina fue su tío abuelo Woo, en 1974, quien había logrado montar un próspero negocio inmobiliario en Seúl, la capital de Corea del Sur, pero tuvo que irse cuando el gobierno confiscó las tierras donde estaba su negocio.
“Al llegar, su primer desafío fue sentirse como en Corea”, cuenta Sandra, que es emprendedora textil y una de las promotoras de Gastro Corea (evento dedicado a la difusión de la gastronomía coreana). “Entonces se asentó en la zona de la villa 1-11-14, en Bajo Flores, donde había coreanos. Al día siguiente empezó a buscar trabajo; consiguió en un taller textil, cuyo dueño era de la comunidad judía. Pero no duró mucho, se fue, no le gustaba trabajar para alguien más. Los coreanos tienen el chip del emprendedurismo, quieren ser ellos los que están a cargo, está en su naturaleza”, agrega.
Chun Myung Kun y Ma Bong Keum, una pareja de inmigrantes coreanos que arribó en los años 70, también encontró trabajo en el rubro textil. Compraron una casa y montaron un taller de costuras allí mismo, en la zona de avenida Carabobo. “Cuando terminaban de trabajar, ponían los colchones arriba de las máquinas y dormían. Al despertarse, movían el colchón y retomaban sus tareas. Ese fue el inicio de mis padres”, cuenta a LA NACION su hijo, Andrés Chun, dueño de Maniko, un restaurante de pollo frito, una de las especialidades de la comida coreana contemporánea.
Hubo coreanos que pudieron afianzarse en otros rubros, como el farmaceútico. Park Il Woo, por ejemplo, está al frente de Seúl, la farmacia del barrio, desde sus comienzos. Aún sigue abierta, a metros de la esquina de Carabobo y Saraza.
“Park fue el primer profesional de la comunidad coreana en Buenos Aires. Todavía es muy respetado. Al principio era el único que hablaba coreano, entonces cualquier persona que se sintiera mal acudía primero a él, antes que a un hospital”, explica Sandra.
Por años, “el 109″ fue el barrio que la mayoría de los coreanos elegían para vivir. Hoy, la comunidad va por su tercera generación: los primeros migrantes se quedaron en Argentina y tuvieron hijos; luego nietos. Estos últimos, en su mayoría, nacieron en el país y se educaron en escuelas locales. Puertas adentro, sin embargo, fueron criados bajo el riguroso manual de la cultura coreana.
La zona de Flores, sin dudas, es parte de este manual. Es donde ellos conocieron su gastronomía, donde aprendieron su idioma y las costumbres de sus antecesores. Allí está la panadería “Torta coreana Manna”, por ejemplo, donde se pueden probar los clásicos postres del país asiático, como el “phat pang”, un pan relleno de porotos dulces. También hay almacenes que ofrecen productos importados directamente desde Corea, en las antípodas locales. Algunos de estos, como la salsa de soja, pueden resultar útiles para las recetas argentinas; otros, como el kimchi (repollo fermentado bañado en salsa picante), suelen costarle un poco a aquellos que lo prueben por primera vez.
En la avenida Asamblea, entre Carabobo y Lautaro, también está el ICA (Instituto Coreano Argentino), una de las instituciones más importantes de la comunidad. Allí se imparten clases de preescolar y primaria y cursos de idioma coreano. El instituto fue fundado por residentes locales, con fondos aportados por el gobierno surcoreano y con una currícula establecida y supervisada por el Ministerio de Educación surcoreano. Más tarde, el Ministerio de Educación argentino autorizó formalmente la inscripción de estudiantes nacidos en nuestro país. Muchos argentinos de ascendencia coreana han cursado allí los primeros años de su educación.
Restaurantes “a puertas cerradas”.
En las cuadras aledañas, sobre avenida Carabobo, se pueden encontrar los auténticos restaurantes de la comunidad. Muchos funcionan “a puertas cerradas”: por fuera parecen un chalet; por dentro, cuentan con mesas, menús y precios fijos. Otros, tienen nombre propio y atienden en horarios comerciales. Casa feliz y Una canción coreana, que se especializan en platos como “mandu” (especie de ravioles coreanos), “bossam” (carne de cerdo hecha al vapor) o “samguetang” (sopa de pollo, muy útil para combatir el calor en verano), son los más visitados.
Cerca de allí, hay “noraebang” –salones de karaoke coreanos–. A diferencia de la versión occidental, tienen cuartos privados donde grupos de 5, 10 o 15 personas pueden cantar mientras cenan y beben durante toda la noche. El repertorio musical va desde los populares álbumes de K-pop (género musical coreano que fue furor en el mundo en los últimos años) hasta los más antiguos clásicos del rock argentino. Dato importante: para ingresar a alguno de ellos, no está de más ir acompañado por alguien de la comunidad coreana, para superar la barrera idiomática.
Además, hay talleres de electrónica, agencias de turismo, estudios jurídicos y consultorios de cirugía plástica. Todos con carteles en hangeul, el alfabeto coreano.
Un punto clave de la idiosincrasia coreana son las iglesias. “Hay muchas de ellas; en la ciudad de Buenos Aires más de 20″, dice Sandra Lee. Casi todas son cristianas, en su mayoría evangelistas. “Antes de la guerra, Corea era un país mayoritariamente budista. Sin embargo, después del conflicto, llegaron muchos misioneros americanos que difundieron el cristianismo”, comenta Sandra. ¿Qué función cumplen dentro de la comunidad? “Lo primero que hacen los coreanos al emigrar es abrir una iglesia. Es un espacio de reuniones donde la gente se conoce y socializa. Aunque el primer objetivo no es ese. Nosotros vamos a la iglesia para practicar la religión. Somos muy creyentes, estudiamos la Biblia”, afirma Sandra. Todas las iglesias están abiertas al público en general; de hecho, en muchas de ellas aumentó el número de asistentes argentinos en los últimos años.
Fue justamente en misa donde nacieron varios de los vínculos amorosos y amistades sobre los que se edificó la comunidad y que, probablemente, dieron lugar a sociedades entre emprendedores.
Lo cierto es que, en sus primeros años en Argentina, los coreanos eran solidarios entre ellos: priorizaban comprar productos a los inmigrantes de su comunidad. Describe Sandra: “En Corea, desde el colegio te alentaban a comprar productos coreanos y evitar las cosas importadas. De hecho, comercializar productos extranjeros no solo estaba mal visto, sino que estaba prohibido… Fue así como creció Corea; así se fortalecieron las industrias de la metalurgia, la tecnología y la automotriz, que tanto la caracterizan”.
En “el 109″, los habitantes supieron armar sus propios derroteros. “Al principio muchos trabajaban en el rubro textil porque servía para despegar económicamente; un negocio rentable e ideal. Pero después, cada uno fue eligiendo su camino profesional”, comenta Sandra.
En paralelo, creció el interés de los argentinos por la cultura coreana. “10 años atrás, un poco más del 95% de las importaciones de productos coreanos se destinaban a la colectividad coreana. Hoy, los números están mitad-mitad”, dice Alejandro Yoon, director de Neo Geo, una empresa importadora.
Muchos de los coreanos más jóvenes nacieron y viven en Argentina, pero otros han vuelto a Corea para estudiar o trabajar. En la segunda generación –la de sus padres–, también fueron muchos los que decidieron dejar nuestro país. Esto produjo una baja y por eso el número de coreanos que actualmente viven aquí es menor al de antes. Si en los años 90 había unos 60 mil en CABA, Sandra, Alejandro y Andrés coinciden en que hoy no deben superar los 15 mil.
Sin embargo, “el 109″ está ahí. Vigente, auténtico. Lleno de restaurantes, mercados e iglesias que invitan a todos a conocer una de las culturas más populares del momento.